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Albaceteños que salieron del infierno
La Verdad Digital - Albacete, 12 de junio de 2005


Investigan la deportación de los albacetenses a campos nazis tratando de reconstruir la biografía de los exterminados y recuperando testimonios de los supervivientes
  
MAITE MARTÍNEZ/ALBACETE
 

Emilio aún conduce a toda velocidad por París. La semana que viene cumplirá 87 años, pero cada mañana se levanta a trabajar en su taller, ya heredado por su hijo. «Es esta fortaleza la que le permitió sobrevivir, y algo de suerte».

Quien así habla es José Ángel Alcocel, un sociólogo que, junto a José Antonio Mancebo, profesor en la Universidad Politécnica de Madrid, y Victor Leal, están inmersos desde hace dos años en una investigación de la Universidad de Castilla-La Mancha sobre el franquismo en Albacete, impulsada por Manuel Requena. En concreto, ellos tratan de reconstruir la biografía de los más de cien republicanos albaceteños que terminaron en el infierno de Mauthausen, en Austria.

Uno de los que sobrevivieron para contarlo es Emilio, Caballero Vico de apellidos para más señas. Nacido en Mahora, este hombre no es el único que logró salir con vida. La suerte, la solidaridad de los compañeros y la agudeza de ingenio a la que obliga unas condiciones de vida extremas, acompañó al menos a otros quince deportados albaceteños que sobrevivieron a los campos de exterminio, al trabajo extenuante en condiciones de esclavitud, al hambre arrastrada de años, a las enfermedades, a las inyecciones de benceno, a las cámaras de gas, a las palizas brutales.

El mortífero Gusen

Otros muchos, al menos 96 identificados con nombres, apellidos y lugar de nacimiento, murieron

en Mauthausen o alguno de los 46 subcampos que los nazis llegaron a crear alrededor de Mauthausen.

La mayor parte de los españoles fueron trasladados a Ebensee, Steyr o Gusen, «el más mortífero», asegura Mancebo, que fija entre 1941 y 1941 la gran masacre. El campo de Gusen, a cinco kilómetros del campo central, se inauguró en enero de 1941 con un envío de 400 presos de Mauthausen, entre los que figuraba Emilio, «estaba enfermo, sabía que lo iban a matar y por eso hizo lo que pudo para ir a Gusen», les habían dicho que iba a ser como un hospital de curas.

La realidad resultó ser otra, Gusen fue la tumba de muchos. De los 7.500 españoles que se calcula llegaron a Mauthausen, unos 5.200 murieron y, de éstos, 3.900 no salieron nunca de Gusen. Sólo en este campo, cerca de 40 albaceteños, fueron exterminados. Otros nueve albaceteños se sabe que murieron en el Castillo de Harthein, famoso por su sadismo y política de exterminio, pues era allí donde se ensayaban los temidos experimentos nazis.

Por Gusen también pasó José Ocaña García, otro de los albaceteños que consiguió sobrevivir, aunque a él la liberación le cogió en otro campo distinto, en Ebensee, donde bajo unos inmensos túneles los nazis fabricaban armamento.

Hasta el último día

El 5 de mayo de 1945, -día en el que José Ocaña cumplía 38 años-, un día antes de que las tropas aliadas llegasen a liberar Ebensee, los presos se negaron a entrar en los túneles a trabajar, abortando así el plan de los nazis de dinamitar el túnel con ellos dentro antes de huir cobardemente, siguiendo así una orden de Hitler de no dejar testigos. En Ebensee también le cogió la liberación a otro albaceteño, José Sáez Cutanda, el prisionero 6.676 de Mauthausen, nacido en Bormate en noviembre de 1919. Falleció el año pasado, a los 85 años, pero estos investigadores de la Universidad regional llegaron a tiempo de recuperar sus testimonio que se conservará para la posteridad. Su viuda, Pierrette, es ahora una de las principales aliadas de estos estudiosos castellano-manchegos.

El gran éxodo

La vida de José Ocaña nos la cuenta hoy su hijo, Juan, y nos sirve para traer a nuestra memoria la dramática historia de los deportados españoles, pues todos tienen la misma historia. José Ocaña, nació en Paterna del Madera, pero pasó la Guerra Civil, como oficial de intendencia del ejército republicano encargado de requisar viviendas y pertenencias para atender a los brigadistas en Albacete. Al término de la contienda civil, se vio obligado a esconderse, primero en el pueblo de su esposa, Santa Ana; luego en el municipio valenciano de Benifayó, a donde llegó andando por las carreteras, haciéndose pasar por un pintor de mojones, buscando refugio en casa de un antiguo chofer suyo. El exilio llegaría irremediablemente y, en mayo de 1939, cruzaba la frontera. Uno más en el gran éxodo republicano.

José Ocaña dejó en Albacete a su mujer, Ramona Ocaña, embarazada de quien hoy nos cuenta esta historia y con tres hijos a su cargo -uno de ellos, el único varón por entonces, murió sin que pudiera volver a verle nunca más-.

Jamás olvidaría esta circunstancia. Su hijo asegura que uno de los motivos por los que su padre pocas veces hablaba de lo que sufrió en Mauthausen, era por el pudor que sentía al imaginar lo mucho que había sufrido su familia a la que tuvo que abandonar. Otra de las razones, el miedo de que no les creyeran, «era tan espantoso que temían no ser creídos».

El pánico, más bien la fobia que José Ocaña tomó hacia los perros, sobre todo, a los de la raza alemana que utilizaban los SS para lanzarlos a la yugular de los presos que caían extenuados al suelos en cada control o el quiste que con los años le ocasionó el puñetazo que un nazi le dio en un pómulo, son algunos de los recuerdos que hoy conserva Juan Ocaña quien, el morir su padre, se vio movido a visitar Mauthausen para conocer de cerca el campo de los horrores donde había vivido su padre, y del que tanto le costaba hablar.

Voluntario

José Ocaña fue a parar al campo de concentración de Argéles-Sur-Mer, de donde salió en septiembre de 1939, enrolado en el 22º regimiento de voluntarios, que fue apresado por los nazis, en junio de 1940, en el frente de La Somme.

La misma suerte terminaron corriendo el resto de republicanos españoles, aunque la gran mayoría habían pasado a engrosar las filas de una de las Compagnies de Travaileurs Étrangers que el gobierno galo creó para emplear a los exiliados en construir carreteras o líneas de trincheras para defenderse de Alemania. Enrolados en el ejército, o trabajando en estas compañías, el destino para todos los republicanos españoles fue el mismo: primero los Stalag, unos centros de trabajo para prisioneros gestionados por la Gestapo, y después Mauthausen, el campo de los españoles, como fue bautizado.

Sin patria

José Ocaña no fue una excepción, «mi padre llevaba uniforme, cartilla militar, pero no fue considerado un preso de guerra como los franceses, sino que pisoteando las convenciones de Ginebra los deportaron a campos de exterminio», resalta su hijo.

Desde el Stalag 7A, en agosto de 1940, una vez que el entonces ministro de Exteriores de Franco, Serrano Suñer, se desentendiese de ellos con la sentencia de que 'fuera de España no había españoles', este albaceteño de Paterna del Madera, como otros miles de republicanos españoles, empezaron a llegar al campo de exterminio nazi, donde se les colocaría el triángulo azul, el de los apátridas. Y apátridas fueron hasta el final. Cuando Mauthausen fue liberado, acontecimiento del que ahora se conmemora el 60º aniversario, muy pocos volvieron a España, «se habían quedado sin país». La mayoría, como José Ocaña, se instaló en Francia donde en 1947 se reencontró con su mujer y tres de sus hijos.

José Ocaña, que murió en 1989, nunca regresó a Mauthausen. Igual que tampoco ha querido regresar quien fuera uno de sus mejore amigos en este horror, Fernando García Ortega, nacido en Elche de la Sierra, hace 87 años, y que, actualmente, es secretario de la Federación Española de Deportados e Internados Políticos, en París. El papel de estas organizaciones ha sido fundamental para rescatar la historia de los deportados españoles, velada por el olvido y un silencio generalizado, durante muchos años.

Las listas paralelas

Este olvido ha podido romperse gracias a los propios presos, que se elaboraron listas paralelas, que fueron sacadas del campo tras la liberación y que han permitido conocer con cierta fiabilidad cuántos españoles fueron exterminados y una cifra bastante aproximada de los que ingresaron en los campos.

El funcionamiento de los campos de concentración era complejo, hacia falta mucho personal que ocupara múltiples funciones. Había desde barberos, hasta fotógrafos, pasando por carpinteros o escribientes. Estas tareas, en un alto porcentaje, no las hacían los SS, sino los propios prisioneros, algunos de los cuales llegaron a convertirse en personas indispensables para el funcionamiento administrativo del campo porque, sólo ellos, eran capaces de controlar los archivos. Archivos donde se custodiaban fichas de entrada de los prisioneros, donde se anotaba todo lo que se sabía de ellos.

Estos mismos presos se encargaban de completar esas listas paralelas que hacían como podían los propios presos, «cuando llegaban las carretillas llenas de hombres muertos para quemar en los hornos, se dieron cuenta que luego no se sabría quienes eran, empezaron a hacer listas, en papel de las sacas de cemento, que escondían enrolladas en las tuberías», relata Juan Ocaña, rememorando un episodio contado por supervivientes como su padre.