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¡Españoles!, no se os puede dejar solos. A los treinta años de su muerte, si Franco levantara la cabeza, ¿que pensaría de esta su España que el dictador creyó dejar atada y bien atada?
Belén Meneses (Kaosenlared) [17.11.2005]

http://www.kaosenlared.net/noticia.php?id_noticia=13302


Ya se acercan, puedo escuchar sus pasos aproximándose. Ya me llegan los ecos de sus cánticos y sus gritos. Ahí están otra vez con sus brazos en alto, envueltos en la imperial bandera rojigüalda. Puedo oler el tufillo a naftalina de sus camisas azules recién planchadas. Vienen todos los años. Confían que Dios todopoderoso escuche sus plegarias y obre el milagro de devolverme a la vida. Al principio venían mis compañeros, mis aliados, aquellos leales camaradas que compartieron conmigo momentos gloriosos y años infinitos de victoria, que no de paz. Secuaces que me siguieron en mi cruzada contra la calaña comunista. Siempre a mi lado, ejerciendo el elogio adulador a su Caudillo, preservando mi autoridad, obedientes y temerosos de contradecirme. Ahora los que vienen a ensalzar mis hazañas y glorificar mi memoria son los nietos de aquellos que creyeron en mi inmortalidad, que sintieron y lloraron mi muerte. Pobres incautos.


Lo cierto es que, afectado por una incurable megalomanía, viví convencido que inspiraba el mismo sentimiento de adoración y respeto en todos los españoles. Cómo añoro aquellos baños de multitudes. Esas masas enfervorizadas gritando mi nombre y coreando al unísono los vivas a España que mi voz penetrante hacía resonar en la Plaza de Oriente. Todos aquellos brazos levantados, rostros arrebatados, gritos de aclamación. Cientos y cientos de españoles agradecidos y entregados al salvador de la patria. Creí que España entera me veneraba, me pertenecía. El gran desengaño llegó cuando estiré la pata y comprobé que la alegría se desbordaba en la intimidad de miles de hogares españoles, y las botellas de cava descorchadas se contaron por millares aquel veinte de noviembre de hace treinta años. Mientras los buenos españoles desfilaban cabizbajos y compungidos ante la capilla ardiente que albergaba mi pobre cuerpo mermado y exhausto por la larga agonía, media España brindaba sacudiéndose el miedo, festejando mi muerte como quien celebra un acontecimiento largo tiempo esperado. ¡Qué decepción!


¡Pero que frío hace aquí! Esta humedad es letal para mis carcomidos huesos, y encima ese pedazo de losa que no me permite ni levantar el brazo para corresponder al fraternal saludo de mis correligionarios. Quien me mandaría a mí hacerme construir este aparatoso mausoleo, más propio de príncipes y faraones que de un hombre oscuro y mediocre como yo. ¡Maldito egocentrismo el mío! Pero hay que reconocer que esos jodidos rojos se emplearon a conciencia. Daba gloria ver aquellos batallones de esclavos, acarreando moles de piedra y hormigón con sus estampas de galgos famélicos. Antiguos catedráticos, maestros, intelectuales o artistas, trabajando desde el alba al anochecer, sin sosiego ni descanso; bajo la lluvia, la nieve o el sol abrasador, todo piel y huesos, picando piedras con las manos desgarradas y temblorosas; extenuados y enfermos; consumidos por la falta de alimento y desfallecidos por la debilidad. Cayeron a miles, como perros, antes de que yo, Francisco Franco Bahamonte, autoproclamado Caudillo de España por la gracia de Dios, inaugurara mi obra más emblemática, donde hoy se descompone sin remedio mi cuerpo putrefacto. Ni perdón ni piedad para quienes sostenían ideas subversivas y fueron traidores a la patria.


Seguro que estarás pensando, mientras sin mi consentimiento te atreves a volcar en tu computadora mis más profundos pensamientos, que fui yo quien traicionó al Gobierno legítimo de mi país. Es cierto que juré lealtad a la República de España, pero lo hice por imperativo legal y con los dedos cruzados. Es lo que tenemos los dictadores desalmados, que además de escasear de piedad, compasión y humanidad, carecemos por completo del sentido del honor.


Una vez desarmado y cautivo el ejército rojo (hay que joderse, después de casi setenta años y aquí mas tieso que la mojama, y todavía me pone la célebre frasecita de aquel último parte de mi guerra), me dispuse a poner en marcha mi sanguinaria maquinaria de venganza, muerte y destrucción. Restablecer el orden y reconstruir la España destruida por los traidores se convirtió en mi prioridad, y me empleé a fondo en la grata tarea de exterminar de cada ciudad, cada pueblo y cada casa a todo sospechoso de simpatizar con la funesta y degradada República, a terminar con todo vestigio de pensamiento marxista-liberal, a desarticular y aplastar encubiertas conspiraciones judeomasónicas.
.Cómo bien decía mi estimado amigo Emilio Mola, debíamos sembrar el terror, eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no pensaran como nosotros", y bien sabe Dios que dediqué mi vida entera a conseguirlo. Fusilamos a diestro y siniestro a hombres, mujeres, ancianos, jóvenes e incluso niños. A veces después de un rápido juicio farsa, otras sin más. Me dominaron los deseos de venganza. Me seducían las miradas aterrorizadas y el hedor de la sangre y transformé el país en una gigantesca cárcel, donde yo fui principal verdugo y carcelero.


Pero ni el sabor de la dulce victoria, ni el impúdico placer de humillar al vencido puede compararse a la excitante sensación de rubricar las sentencias de los condenados a muerte. Nada embriaga tanto como saberse amo y señor de los destinos humanos y del poder divino para decidir entre de la vida y la muerte; disponer impunemente quien vive y quien muere, sin el temor de tener que rendir cuentas ante nadie. Era tan sencillo y reconfortante adjudicar a mi antojo el dolor, el luto, el sufrimiento… Sólo una firma, un garabato ilegible en un aséptico documento oficial generaba una madre más sin hijo, una esposa sin marido, unos hijos sin padre. Y en consecuencia, más individuos desamparados convertidos en ruinas humanas, indefensos y temerosos; potenciales elementos subversivos neutralizados, más sumisos y ante todo, más derrotados.


Dediqué mi vida a servir a mi patria. Eliminar de la faz de la tierra a los enemigos de España se convirtió en mi principal objetivo y mi mayor paranoia. Perseguí a rojos, pordioseros, vagos, maleantes, putas, maricones… Me consagré hasta la obsesión al cometido de limpiar el país entero de indeseables. Perseveré hasta lo indecible por aniquilar de raíz cualquier vestigio de ideología marxista, socialista, comunista o nacionalista que pudieran hacer peligrar el Nuevo Estado de orden y disciplina.


Sin embargo, algo debió fallar. Ejecuciones, detenciones, torturas y vejaciones no fueron suficientes para erradicar la semilla de las malas hierbas del socialismo-comunismo criminal. Mis tétricos huesos se revuelven en esta gélida sepultura ante este país ajeno y desconocido para mí. En la España que dejé impoluta de elementos izquierdosos, manda hoy el nieto de un capitán del ejército rojo, que conduce la Nación directa al abismo y la desintegración. Me han confesado mis fieles cachorros que este rojo confeso, masón y frentepopulista, se ha aliado con comunistas y separatistas, ateos y antiespañoles todos, con el oculto propósito de traicionar a la patria, destruir la moral cristiana y la tradicional familia española, quemar iglesias y perseguir obispos. En esta España de vicio y depravación, el decoro y el temor de Dios han desaparecido, y campan a sus anchas indeseables y parásitos que los elementos de la izquierda salvaje denominan inmigrantes. Las parejas conviven amancebadas, el sagrado matrimonio ya no es indisoluble, la virginidad ha dejado de ser una virtud para la mujer española y los invertidos pueden casarse entre ellos. ¿Qué ha sido de la recta y católica España que yo dejé?


A veces la nostalgia de aquellos años felices y victoriosos se apodera de mi fantasma, y me invade el desaliento sospechando que fueron en vano todos mis esfuerzos por erradicar de mi patria las hordas destructivas del marxismo. Entonces, el buen hacer de los beneficiarios de mi testamento ideológico, hacen desaparecer los negros presentimientos y recupero la esperanza en que no todo está perdido para la noble causa del fascismo. Cuando mis herederos impiden a los sucesores de mis enemigos recuperar los cadáveres de sus familiares ajusticiados, que crían malvas en caminos, cunetas y barrancos, cuando se rebelan contra el destierro de mis efigies y retratos a los lúgubres sótanos de los museos, cuando desafían a quienes se esfuerzan por descubrir a las nuevas generaciones de españoles la Historia que con tanto éxito ocultamos y reinventamos a nuestra conveniencia, pero sobre todo cuando descubro complacido la destreza empleada por mis delfines para atemorizar a la población con fatídicos augurios que presagian la inevitable desaparición de mi España Una Grande y Libre, siento que mi espíritu se revitaliza y mi sombra se proyecta alargada por cada rincón de la amada patria, que mi sacrificio por España no fue en vano y que no todo está perdido para quienes mantienen intacto el ideario propagado por mi fecundo y glorioso Régimen de terror y muerte. Noto que mi exiguo esqueleto se regocija y levita alborozado, y lamento no estar capacitado para resucitar y liderar la nueva Cruzada contra el terror rojo que amenaza destrozar esta España corrompida y revuelta.


Ya se han marchado. Otra vez me quedo desolado y solo en el silencio sepulcral de mi regio féretro. Pero no importa. Volverán puntualmente el próximo año, con los mismos cánticos, el mismo entusiasmo y con igual convicción. Aunque no sé. Se rumorea que las hordas marxistas quieren convertir mi mausoleo privado en un museo de la memoria democrática, o algo parecido. ¡Valiente majadería! Menos mal que ahí estarán los verdaderos españoles para acojonar a los rojos resentidos y evitar que cometan semejante atropello con mi obra y mi memoria.

Estoy convencido que no serán capaces de profanar mi santuario con sus estúpidas consignas de justicia y libertad. Me apuesto tres costillas y la calavera, que NO SE ATREVERAN.