La sonrisa de Ángela
Belén Meneses - 22/03/2005
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Para todas las Ángelas y para aquellos que trabajan por hacer posible sus sonrisas.
El Madrid desolado de la posguerra fue testigo mudo de sus juegos infantiles. Entre calles arrasadas por los bombardeos y callejones sucios y ruinosos transcurrió la niñez de Ángela.
Los primeros años de su infancia, presididos por el miedo y la desconfianza, transcurrieron entre privaciones extremas y ausencias obligadas. Entre implacables silencios que atenazaron su voluntad y doblegaron su tendencia natural a la alegría, heredada del padre que nunca conoció. La inocente curiosidad infantil se desintegraba frente al hermético muro de mutismo levantado por esa mujer esquiva y gris que fue su madre, cuya obsesión por pasar desapercibidas avivó en Ángela una profunda sensación de invisibilidad que a menudo la incitaba a pensar que en realidad no existían.
Acechada por los fantasmas del pasado y los temores del presente aprendió a callar, a nunca preguntar, a no esperar respuestas más allá de los prolongados silencios instaurados por la viuda del joven oficial republicano. Aprendió a convivir con la fragilidad de un futuro incierto y asimiló con naturalidad el devenir cotidiano por el sendero de la miseria y la escasez. Se habituó a distraer las embestidas del hambre y se curtió en el arte de aparentar indiferencia ante las humillaciones y desprecios de los vencedores. Desde muy niña asumió sin reproches ni lamentos la carga del trabajo y aprendió a ser independiente, responsable y prudente, pero nunca aprendió a sonreír.
Permanece en la memoria de Ángela, como uno de los recuerdos más vivos de su infancia, la mañana en que unos operarios del Ayuntamiento colocaron frente a su casa una descomunal estatua con la figura de un hombre que montaba a caballo.
- ¿Quién es madre?
- El asesino de tu padre.
Nunca volvió a preguntar y jamás su madre volvió a mencionar la figura del verdugo de bronce que parecía acecharlas desde su pedestal, tratando de intimidarlas para asegurarse que nunca olvidaran su condición de derrotadas. Pero a pesar de aquel pacto de silencio voluntario, la presencia de la tétrica efigie se perpetuó frente a la ventana de la habitación de Ángela. Vigilante durante los oscuros años del franquismo, desafiante cuando por fin llegó la democracia, siempre arrogante y omnipresente. Cada mañana, obligada a toparse con la frialdad de aquellos inexpresivos ojos metálicos observándola desde su firme podio de cemento, una punzada de rabia contenida recorría su cuerpo mientras se preguntara con nostalgia cómo sería tener un padre.
Pero ni los forzados silencios, ni el miedo impuesto, ni el estigma de derrota infligido por los salvadores de la patria, consiguieron reprimir en el espíritu libre de Ángela la íntima certeza de que la razón estaba de su parte. Amparada por la solidez de sus convicciones y alentada por la seguridad de que nada dura eternamente, vivió la agonía de la dictadura, enterró al dictador y celebró la restauración de las libertades. Contempló resignada como gobernaron los unos y después lo otros y sin embargo en su vida se sucedían, invariablement, las mismas preguntas y las mismas repuestas.
- ¿Mami, quién es el hombre de la estatua?
- El asesino de tu abuelo, hija.
Esta mañana, cuando Ángela levanta la persiana de su habitación, amanece el pedestal desabitado repleto de flores rojas y amarillas. Algunos viejos nostálgicos, mano en alto y camisas azules, liberan de sus cuerpos los demonios del odio y el resentimiento congregando himnos, blasfemias y rezos, como si de un extraño exorcismo se tratara. Unos elevan sus devotas plegarias rogándole a su Dios que resucite al dictador. Otros lloran desconsolados la pérdida irreparable del último vestigio del glorioso pasado de la amada patria. Ángela mira al cielo y sonríe.
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