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Autobiografía de Jesús Honorino García, niño y viejo de la guerra. Quirosano, dejó Asturias por el enfrentamiento civil, vivió la batalla de Stalingrado y la crisis de los misiles en Cuba
La Nueva España - 26/01/2005

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Jesús Honorino García en su piso moscovita.




Moscú, V. MONTES, enviado especial de LA NUEVA ESPAÑA

Jesús Honorino García Rodríguez, de 82 años, es uno de los «niños de la guerra» asturianos que fueron enviados a la ex URSS para huir de la guerra en 1937. Amablemente, invita a visitar su casa. Durante el trayecto desde el Centro Español de Moscú, relata su historia.

«Éramos cinco hermanos, yo era el cuarto. Vivíamos en Ricabo (Quirós). Se me van algunas cosas, por ejemplo, no me acuerdo del entierro de mi madre, pero sí de ella muerta en casa. Mis hermanos mayores fueron a vivir con mis tías, pero yo me quedé con el pequeño. Mi padre iba a la mina y yo cuidaba de mi hermano. Pero mi padre se intoxicó y murió, por los gases de la mina».

Jesús Honorino entra en la boca del metro en Teatral'naja, junto al Teatro Bolshoi. Como jubilado ruso tiene un abono gratuito. Se agarra a la barandilla para bajar. «La edad», dice.

«Y me fui a casa de mis tías con mi hermano pequeño, pero poco tiempo me llevaron al hospicio. Pero yo era malo, robaba al cura de la hucha del Cristo, comía las hostias. Era malo como el demonio, y me echaron. Anduve cuatro años como vagabundo, viviendo en la calle, de un sitio para otro: Oviedo, Gijón, Avilés Candás... En Asturias había mucha fruta e iba a los árboles a cogerla. ¿Dormir? Pues con los perros. Te acurrucas con ellos, así, y dan calor».

Honorino alza la voz por encima del traqueteo del metro. Señala el plano y cuenta seis paradas, las que faltan hasta su casa.

«Me enteré de la guerra un domingo. Estábamos en Candás, en la playa. Me había juntado con otros dos niños. Uno era Rodolfo y el otro un gitanillo, no recuerdo el nombre. Nos dijeron: "¡Que ha empezado la guerra!". Y nosotros, contentos: "¡La guerra, la guerra!" Porque pensábamos que habría tiros, qué bien. Claro, no sabíamos nada. Tiempo después, a los dos, a Rodolfo y al gitanillo, los mataron. Caminábamos por una carretera y pasó un avión. De un bosque dispararon al avión, que dio un viraje y, ¡zumm!, ametralló otra vez hacia el bosque y a nosotros. A Rodolfo le dio un tiro atrás, en la cabeza. El gitanillo tenía muchos tiros. Dijo "¡ay!" y se murió. Rodolfo no dijo nada».

Las calles del barrio de Soko, en las afueras de Moscú, están llenas de gente. La luz del día comienza a extinguirse.

«Fui entonces a Gijón. Andaba por la calle y alguien me dijo que si quería ir a Rusia. Yo era huérfano, un pillo, y debí de dar pena. Me dije: "Pues voy; la cosa es viajar ¿no?". De Gijón nos llevaron a algunos a Infiesto, a la finca de un rico que se había escapado, y de allí volvimos a Gijón, a El Musel. Era de noche. Quedamos en la bodega y al día siguiente llegó un barco, "El Cervera", de guerra, pero apareció un barco francés que se puso en medio y "El Cervera" no pudo hacernos nada. Nosotros jugábamos en cubierta. Niños, ya sabe».

A ambos lados de las calles se alinean bloques de edificios construidos a finales de los 40 por los prisioneros alemanes. En las aceras hay puestos improvisados en los que se venden manzanas.

«Me llevaron a una "casa de niños", la número 2. Yo sabía leer y cosas de historia, por los periódicos que vendía. Pero escribir no. Y con 13 años me pusieron en segundo grado».

Jesús Honorino señala el edificio en el que vive, en el cuarto piso, sin ascensor. Logra subir las escaleras sin resoplar.

«La guerra (II Guerra Mundial) fue muy mala. Mucha hambre. Empecé a fumar, porque quita el hambre. Comía coles crudas. Y gatos, están bien, como el conejo, pero échele mucha sal, que son sosos. A mí me llevaron a trabajar a ocho kilómetros de Stalingrado, en la estepa. Yo lo veía todo, los alemanes bombardeando a la gente normal cuando cruzaba el río. Las aguas bajaban rojas, llenas de muertos y sangre. Yo trabajaba reparando vías, haciendo pozos. Soplaba el frío, 45 grados bajo cero. Una vez me quedaron pegadas las manos al barreno y al quitarlas se me fue la piel».

La casa: dos habitaciones, una de las cuales sirve de salón. Amplia, aunque envejecida. Jesús Honorino muestra sus libros e invita a café o té.

«Me mandaron a los Urales, a Baskiria. Allí son como tártaros, sabe, de ojos rasgados. Después, volví a Moscú y estudié algo y empecé a trabajar en una fábrica de aviones militares, la Mig. En Cuba estuve entre 1961 y 1964, claro que viví lo de los misiles. Yo era traductor de los rusos y conocí a Fidel y al Che. Qué tío más listo el Che. Y Fidel, con mucho corazón. Los americanos pasaban en avión muy bajo: ¡zumm! Y los cubanos querían dispararles. "No, no, no", decían los rusos, porque era una provocación».

En la cocina, una postal con el mapa de España. Una emisora de música suena lejana.

«Mi familia supo de mí muy tarde, en 1965, por uno que era de Oviedo, Francisco Fernández, que volvió a Asturias. Descubrí que mi hermano mayor, Silvino, trabajaba en Madrid, de chófer de un general. Al segundo, José Antonio, le mataron en Teruel. Una bala le entró por la frente y mi hermano Silvino tuvo que enterrarle. Diecinueve años tenía. Y David, el tercero, quedó mutilado y murió. El pequeño se fue con Silvino a Madrid. Yo no logré ir a España hasta 1967, porque el Gobierno soviético no me dejó. Pero sí pude ir a Francia. En París, en la Embajada española, no me daban visado. Pero entonces escuché hablar a unos polacos. Es parecido al ruso, también suena mucho "shevishevishe". Me acerqué y les ayudé a preparar los papeles. Al empleado le di pena y me dio el visado».

Jesús Honorino muestra su pequeña biblioteca en casa, y la esquina de la pequeña terraza en la que se sienta a leer. Prosigue:

«Fui a Madrid y allí me interrogó la Policía. "Así que ruso, ¿eh? Entonces es comunista", decían. Y yo: "¿En España son todos falangistas?". Él dijo: "No, no", y yo: "Pues hay 300 millones en la URSS y sólo 15 millones son del partido. En proporción, creo que hay más comunistas en España". "¿Cuántos hay? ¿Lo sabe?". "No tengo ni idea", respondí. Me tuvieron mucho tiempo. Yo recitaba: "Con diez cañones por banda...". Y el policía: "¿Qué es eso?". Y yo: "¡Señor, es Espronceda!". Yo leo mucho: Cervantes, Lope de Vega, Quevedo. Hay traducciones al ruso, pero Cervantes en ruso es una cosa cómica. Hay que leerlo en español; igual que a Pushkin hay que leerlo en ruso».

Se emociona cuando recuerda su única visita a Asturias, el reencuentro con los paisajes de su infancia:

«Me llevaron a Asturias en coche, mis tres sobrinos. ¡Qué bonito!, con esas montañas... Fuimos a Gijón, San Lorenzo, El Coto. Me llevaron a comer trucha a la parrilla. Y sidra. ¡Qué manjar! ¡Cómo lo recuerdo! Ñam, ñam. Y el tonto de mí no quise otra porque me daba vergüenza pedirla, pero si es ahora pido. Esa trucha... aún me acuerdo».

«Volví al pueblo de mis padres. Una vecina me vio y me reconoció. De niño iba a su casa porque hacían sidra, y para eso hay que pisar las manzanas, ¿sabe? A mis hermanos y a mí nos llamaban y pisábamos».

Después, vuelve al presente, mientras muestra las dependencias de la casa:

«Me casé en 1970 con Soya, mi mujer. Muy tarde, lo sé. Yo tenía 47 y ella 25. No tuve prisa, era soltero y había muchas chicas, ya sabe. Tuve a mi hijo, Ernesto, nombre español. Tiene 32 años y está soltero. Y fue pasando el tiempo y con 79 años decidí jubilarme. Fui ajustador en la Mig y luego encargado del almacén, y me retiré. Mi mujer es jefa del laboratorio de un hospital. Tengo casa, es mía, puedo venderla si quiero. Está bien. Ahora, con el dinero de España, será mejor. A Zapatero le vi. Y al Rey también. Cuando vino el rey le conté un chiste: "Iba Quevedo por la calle y lo ven tres chicas: vamos a preguntarle tres cosas, a ver qué contesta. Y le dicen: Muy buenas, Quevedo. ¿Qué hora es? ¿Llueve mucho? Y él contesta: Muy buenas, las tres, hasta los cojones". El Rey se moría de risa. A la Reina le besaban la mano. Yo le planté un par de besos».

Jesús Honorino se empeña en acompañar al periodista hasta el metro, sin dejar de hablar, para no quedarse nada dentro:

«Mire una cosa. Stalin hizo muchas cosas malas, pero había orden. Ahora todo es hacer dinero y dinero, y robar. Pero no sé qué más decirle, se me va la memoria. En cambio, me acuerdo de cosas de muy atrás. Mi madre tenía el pelo moreno, muy salerosa. Yo tenía 7 años y ella cantaba: "Triana... mi Triana...". Y hacía así con las manos, ¿ve? Así».

La noche se precipita en el invierno ruso. Jesús Honorino queda saludando e indica con los dedos: «Seis paradas, recuerde».