Eduardo Haro Tecglen
LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES - La Nueva España - 21/10/2005
Porque escribir es viento fugitivo, y publicar, columna arrinconada.
(Blas de Otero)
Me entero del fallecimiento de Eduardo Haro Tecglen. Era de los pocos que quedaban, por no decir el único, de aquellas antiguas hornadas de periodistas que hacían literatura, o, lo que es lo mismo, de escritores que de la literatura hacían columnismo. Haro deja tras de sí una larga trayectoria de lucha. No fue de los que se acomodaron con la llegada de la democracia. Fue un hombre combativo hasta el final. Y era quizás el último columnista que reunía los requisitos para ser considerado maestro en su quehacer.
Sus enemigos más declarados le recordaban con frecuencia un articulillo donde hacía encendidos elogios del fundador de Falange y de Franco. Se trata de un borrón de incoherencia en su andadura. De todos modos, llama la atención que se le haya aplicado esta vara de medir y que, sin embargo, cuando se trata de otros personajes cuyo bandazo fue en línea opuesta, no sólo se encuentra justificación, sino que por ello su nombre es bendecido y alabado. Es la debilidad por los conversos, muy propia de ciertos sectores. Y, en cualquier caso, lo esencial en la vida pública de alguien que, como Haro, vivió el franquismo es haberse opuesto a la dictadura sin tibiezas y no haber esperado, como hicieron otros, a que Franco se muriese para declararse demócrata de toda la vida.
Para muchos, el recuerdo de la revista «Triunfo», en la que Haro tuvo un protagonismo indudable, es imborrable, por la calidad de sus páginas, especialmente de sus artículos, y por constituir uno de los pocos refugios dentro de la prensa de aquellos años. Creo que sería muy conveniente hacer una selección de los artículos que Haro publicó en esa revista, que serían el exponente de su calidad literaria, así como de sus recursos para salir más o menos indemne tras la carrera de obstáculos con la censura.
Hay otra faceta de Haro de la que siempre se habló menos, pero que, a mi juicio, tiene relevancia. Se trata de su labor como crítico teatral, que, con la excepción de una excesiva dureza con algunas de las últimas obras de Buero, es referencia obligada para conocer una parte importante del devenir del género en la España de su tiempo, al que conocía y a amaba profundamente.
Y -esto es una impresión muy personal- tengo la impresión de que el lugar que Haro ocupó en los últimos años fue el de la columna arrinconada de la que hablaba Blas de Otero. Es cierto que escribió y publicó hasta el último momento. No lo es menos que el espacio que le fue dado no era, ni mucho menos, de privilegio.
Llevaba mucho tiempo siendo un columnista de otro tiempo, una especie de reliquia que podía ser visitada. No quiero decir con ello, ni mucho menos, que estuviese anquilosado en pretéritos siempre imperfectos. Muy al contrario: si se echa un vistazo a sus artículos de los últimos años, podrá comprobarse que el día a día estaba presente en sus escritos. Día a día, con el que, dicho sea de paso, no era nada complaciente.
Estamos hablando de un periodista con voluntad de estilo. Estamos hablando de alguien que llegó a octogenario y que ni se acomodó, ni se dejó llevar por arqueos de cejas de ningún poder. Estamos hablando de alguien que batalló por sus ideas hasta el último suspiro.
El columnismo más díscolo e insumiso de los últimos años ha perdido a dos de sus guerrilleros más tenaces. Primero se fue Vázquez Montalbán. Ahora le tocó el turno a Haro. Sucede eso en un país como el nuestro en que lo políticamente correcto lo ocupa casi todo.
Sin Haro, sentiremos cierta orfandad, que, por otro lado, nunca deberá servirnos como pretexto para dejar de luchar por todas aquellas cosas que desde hace al menos dos décadas pretenden servírsenos edulcoradas y bajas en calorías. Y, sobre todo, descafeinadas.
Un día como hoy somos muchos en este país los que volvemos la vista hacia esa columna arrinconada donde se instalaba el discurso de Haro. Prometemos no perderla de vista.
Hasta siempre, maestro.
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