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Mostrar el antiguo dolor. Contra la amnesia
La Vanguardia - LLUÍS QUINTANA TRIAS - 01/06/2005


Una notícia del Daily Telegraph del 16 de diciembre de 2004, titulada "Una isla lucha para mantener sus estatuas a Franco", comentaba cómo las autoridades de Santa Cruz de Tenerife se han opuesto a la petición aprobada recientemente en las Cortes para retirar los símbolos de la dictadura franquista. La foto de uno de los monumentos, aún más demencial de lo que ustedes puedan imaginar, acompaña la noticia, que recoge entre otros el comentario de Ramón Martín, maestro: "Algunos, especialmente los mayores, piensan que la vida era mejor bajo Franco. Quieren que las estatuas se queden". Pero estos algunos no hablan.

¿Por qué deberían hacerlo? Nadie les dará la razón pero ellos no darán la estatua: se presentarán a las elecciones, ganarán otra vez y podrán exhibirse como los que no olvidan ni se rinden.Ysin embargo el cambio de chaqueta es evidente: desde su poder local, usan los mecanismos de la democracia que ellos desprecian para insultar a los que padecieron bajo una dictadura que ellos irresponsablemente reivindican. E insultan de la peor de las maneras: olvidando. El dictador se convierte en alguien bajo el cual "algunos, los mayores" vivían mejor que ahora; la democracia es culpable de todos los males que los aquejan. Pero este mundo sin conflictos que ellos recuerdan con nostalgia se fundamentaba en unas mazmorras donde iba a parar el que se encaraba a la arrogancia de los vencedores, a su corrupción y a su incompetencia, o el que, simplemente, no pensaba como ellos; cualquiera, en suma, que enturbiara su placidez. Las más de las veces, estas mazmorras no precisaban de paredes: bastaba el control social ejercido por el vecino acobardado, el tendero confidente, el cura vengativo o el guardia civil, encargados de vigilar a los maestros descreídos, las mujeres casquivanas, los vegetarianos irredentos, y sus hijos y sus nietos. Los rojos ya habían sido fichados previamente.

Es difícil entender que pueda defenderse, con aquella desfachatez, una estatua que recuerde al responsable último de tanto dolor.¿Cómo pueden haberse olvidado tantos años de miseria moral, de cobardía, de mirar para otro lado? Varias razones pueden alegarse; una me parece evidente: no es que se haya olvidado, es que no se ha recordado, ni tan siquiera se ha conocido. Esta fue una de las bases en las que se asentó el Gran Pacto que conocemos como La Transición. "Pactum" y "pax" tienen, en latín, el mismo origen, porque se entiende que la paz es un compromiso entre dos contendientes para impedir más agresiones; por eso los veinticinco años de paz franquista no tenían fundamento y, por eso también, la paz auténtica siempre deja insatisfechos en los dos bandos, convencidos de que, sin ella, la victoria estaba cerca. La paz de la Transición es, sin duda, más honesta que la franquista, pero en aquel acuerdo que la hizo posible, se consideró, erróneamente a mi parecer, que había que incluir el silencio sobre lo pasado. Nadie lo explicitó así, claro está, sino que fue una consecuencia abusiva de la decisión de no juzgar a los culpables de la dictadura.

No se llevó pues a cabo el tanto tiempo reivindicado juicio popular al franquismo. Varias fueron las causas que lo explican y que nos permiten entender cómo se pudo dictar además una amnistía que incluía para los crímenes franquistasunpunto final (el mismo que luego denunciamos en Latinoamérica). Indico las más evidentes: la dictadura no había sido derrotada y los demócratas no disponían de fuerzas coactivas; el recuerdo de la Guerra Civil seguía pesando, y la historia de los juicios populares anteriores (en Italia y Francia, especialmente) no era precisamente ejemplar. Se decidió pues que no se juzgaría y de ello se infirió que no se recordaría. Esta confusión entre no juzgar y no recordar, que ha marcado la historia de nuestra democracia, es más fácil de condenar ahora, cuando Nelson Mandela y Desmond Tutu nos han enseñado a separar el procedimiento penal del procedimiento del recuerdo; sin embargo, esto no disminuye la gravedad de nuestro error.

En el segundo volumen de sus memorias, Carlos Castilla del Pino, un autor que ha intentado recuperar el recuerdo de estas víctimas, entrevista a una mujer que fue esterilizada durante una operación de apendicitis, simplemente porque el médico (Mengele en Málaga) sabía que su familia era roja. Esta historia terrible debería servir para darnos cuenta de que el olvido afectó especialmente a aquellas víctimas que no lucharon en la clandestinidad pero que, con su dignidad, con su negativa a colaborar, ofendieron al franquismo; o quizá eran diferentes, o se sospechaba de ellos, o simplemente, como en este caso, era su familia la sospechosa. Durante la Transición, la ciudadanía escuchó, displicente, a los antiguos luchadores clandestinos, empeñados en recordarnos el horror; a las demás víctimas, nadie les preguntó qué les había ocurrido ni se paró a hablar con ellos. Teníamos prisa por modernizarnos y mostrar a Europa una imagen cosmopolita, alejada de aquella España de tricornios acharolados y crímenes cainitas que, sin embargo, un periódico británico ha creído reencontrar en una isla canaria.

Contra esta amnesia impuesta por la amnistía debemos emprender lo que Neruda dijo de Bartolomé de las Casas: "mostrar los antiguos dolores". Y sin embargo a nadie debería escapar lo útil que ha sido el olvido. El recuerdo incesante de la desgracia que enfrentó a sus ciudadanos hace difícil la construcción de una nación: la nacionalidad se basa en la sensación que tienen sus miembros de pertenecer a una comunidad homogéna o, por lo menos, no dividida. Por esto, los distintos nacionalismos, y la derecha y la izquierda, nos propusieron distintas memorias, a cuál más inverosímil. Pero, por si acaso, todos se guardaron cartas en la mano para cuando el otro se propasara y, así, salían a relucir los muertos en la Rabassada cuando alguien aludía al Camp de la Bota, equiparación algo arbitraria entre los asesinatos que unos incontrolados cometieron en unos cuantos meses y el exterminio sistemático de la oposición practicado por un Estado durante más de una década.No costó tampoco recordar los crímenes de ETA jaleados por la izquierda cuando alguien osaba aludir a las torturas de Franco. ¿La persecución del catalán/vasco/gallego? ¡Vaya lata!

Podemos seguir así unos cuantos años más pero sería preferible que, si realmente queremos tener conciencia de comunidad, integremos nuestra historia con menos falsedades. Una parte la escribirán los historiadores; otra, los líderes políticos; otra, los ciudadanos con sus historias. Los primeros están haciendo bien su trabajo y, mediante la memoria oral, han recuperado, en estos últimos años, muchas historias ciudadanas. Pero va siendo hora de que todos hablen y de que nos hablen a todos: los que tienen parientes muertos en la Rabassada y los que los tienen en las fosas comunes de Badajoz; los que fueron torturados y los que se tuvieron que exiliar. Exhortando a los más precavidos a perder el miedo, animémoslos a intervenir en audiencias colectivas y en los medios de comunicación (¡incluso Marruecos puede darnos un ejemplo!). Y sobre todo no nos olvidemos de aquellos que, ante la cobardía y la miseria moral del franquismo, mantuvieron su dignidad y por ello fueron humillados y arrinconados; los que no militaron en la clandestinidad ni se organizaron en sindicatos y fueron igualmente perseguidos por ser gitanos, o vascos, o ateos o cualquier otra anomalía que amenazara aquella siniestra época tan feliz, dirigida con asesina mano firme por quien tiene aún una estatua en la Academia Militar de Zaragoza.