Capítulo 14: Nodo 50 - Último capítulo del libro "MILICIANO DE GUARDIA"
MUÑOZ MOYA EDITORES - Diciembre 2005
CAPÍTULO 14 WWW.NODO50.ORG Martes, 23 de noviembre de 2004 Quedé destrozado con el contenido del mensaje de Eduardo Pulgarín, hasta el punto de saltárseme las lágrimas, cosa que no ocurrió siquiera con el reciente fallecimiento de mi abuela materna. El relato de aquel miliciano anónimo, al que jamás vería, impregnó mi alma de unos sentimientos desconocidos. Su odisea personal me hizo más humano, más comprometido social y políticamente. Las desgracias de Fonfo actuaron igual que una boya marina, sacando a la superficie un conjunto de valores e ideas que suponían, antes, una quimera irrealizable. Lo que apenaba mi ser no era tanto su deceso como el hecho de no haber logrado ayudarlo, de no haber conseguido que conociera cuál fue la suerte que corrió Ángela tras su huída. Seguramente exhaló el último suspiro convencido de un luctuoso desenlace, culpándose de los padecimientos sufridos por su hermana. Puede que no. Quizás el pensamiento final lo reservó para su hermano Jesús, acompañado de un último aliento de odio hacia sus ejecutores. ¿Quién sabe? A lo mejor, como él pensaba, la imagen postrera que procesó su mente fue la del soldado con bigote sobre el que disparó por primera vez. El tiempo para resolver incógnitas o dudas sobre la condición humana se agotó. En relación con la vida después de la muerte, Toni expuso en una ocasión, medio en broma medio en serio, que los ateos disfrutaban de una posición de privilegio con respecto a los creyentes. Según él, si la muerte implicaba el final, el vacío absoluto, estos últimos fallecerían engañados, anhelando una vida mejor que nunca llegaría. Por el contrario, los no creyentes, en el caso de estar equivocados, por lo menos saldrían de su error. Pasé toda la noche en vela, embriagado por estos y otros pensamientos similares, infrecuentes. Seis o siete horas filosofando sobre temas a los que, a lo sumo, habría dedicado unos minutos en todos los años precedentes. No logré conciliar el sueño, a pesar de los reiterados esfuerzos. Tampoco importaba. Recordé que Fonfo padeció vigilias enteras debido a motivos mucho más trascendentes. En comparación, mis cavilaciones parecían banales. Amanecía cuando decidí levantarme. Me dolía todo el cuerpo, estaba maltrecho. Imaginé cómo debía sentirse una persona durmiendo en el fondo de una trinchera encharcada, sin otro colchón que la tierra humedecida. «Resulta complicado», cavilé, asumiendo mi incapacidad para digerir las circunstancias que rodearon aquellos años. Fonfo me ayudó a progresar, sin embargo, aun así, jamás asimilaría todos los detalles, vicisitudes y condicionantes que contribuyeron a la barbarie, al exterminio entre hermanos. No me apetecía ir al trabajo, así que telefoneé simulando un fuerte resfriado. «Cuídate, que este año las gripes abundan mucho», me recomendó (con un tono anfibológico que sonó falso, pérfido, henchido de ironía) la responsable de recursos humanos de la oficina. Sentía la necesidad de compartir la desdicha con alguien. Sin duda, Vanesa aceptaría ese papel. Ella siempre está ahí cuando la necesito. Ni una vez ha fallado. Una amistad tan profunda es inusual, y yo no la he cultivado con la tenacidad que se merece. Marqué el número de su teléfono móvil, jurándome que eso iba a cambiar desde ese instante. Sonaron varios tonos, hasta que saltó el contestador. Repetí la operación, desde luego dormía. —Tío, ¿tú sabes la hora que es? —contestó después de cuatro intentos—. ¿Pasa algo? —Sí, tengo que hablar contigo —confesé—. Te invito a desayunar en El Moña, en media hora. —Vale, pero… ¿qué ocurre? —Nada, nada, ahora te cuento. Ardía en deseos de ver a Vanesa, así que por vez primera me anticipé a una cita con ella. Saboreaba un café muy cargado, acompañado de un cigarro, cuando entró por la puerta. Inexplicablemente me pareció hermosa, de un atractivo que había permanecido oculto a mis ojos, encofrado, distraído por la suntuosidad de esos enormes pechos. En esta ocasión, mis sentidos no se clavaron en los promontorios de La Canija, sino en un rostro luminoso, natural, sin el exceso de maquillaje que generalmente le cubre la piel. —No me he levantado a estas horas en mi vida —reconoció, a modo de saludo—. ¿Qué es lo que pasa? —Fonfo ha muerto —expuse directamente, sin preámbulos. —¿Qué? —exclamó sorprendida—. Bueno, en realidad tenía muchos años, es lógico —añadió con hosquedad, inhumanamente. Una vez más, con la chabacanería y el mal gusto del que hace gala, saboteó un momento especial, casi mágico. —No tienes sentimientos —le recriminé. De súbito, una inexplicable zozobra se apoderó de mi espíritu. Los efectos eran nítidos, traducidos en una angustia que perforaba el estómago, igual que una úlcera sangrante; con todo, tardé unos segundos en identificar su origen, en comprender los cimientos que la sustentaban. En las últimas semanas había descuidado los pilares sobre los que giraba mi vida. El trabajo de la asignatura del profesor Pastor, el origen de este seísmo vital, constituía a día de hoy una utopía inasequible. En su conjunto, toda la trayectoria académica del curso se resentiría por ello. Tenía que asumir que recuperar el tiempo no iba a resultar sencillo. Partiendo de un análisis neutro, el rendimiento profesional también quedaba dañado, pero en este caso no sentía pudor. Sin realizar un gran esfuerzo, relajadamente, mi productividad rebasa con creces la obtenida por la mayoría de los compañeros. Tampoco es para enorgullecerse, sería tan insulso como jactarse de triunfar en un torneo de ajedrez con niños de cinco años de contrincantes. Pese a los propósitos de enmienda, la indolencia con la familia sí me provocaba un rubor penetrante. Había anulado la visita semanal al campo, con el consiguiente enojo de mi madre que, como instrumento de coacción, amenazaba con emancipar a Aron si no cumplía con las obligaciones de hijo. Ciertamente, el único progreso apreciable en estas últimas semanas se desencadenó en la relación con La Canija. Vanesa es la misma, esa chica de enormes pechos, ordinaria y malcriada, que me saca de quicio; pero he comprendido que también es la persona a quien siempre puedo recurrir, que no me fallará en la vida, aunque no le falten motivos para alejarse. Con toda probabilidad, el fruto más enriquecedor de esta experiencia ha sido descubrir mis verdaderos sentimientos en toda su plenitud. —Vanesa, ¿te vienes a comer a casa? —la invité—. Podríamos alquilar una película y verla después. Advertí en su rostro una mueca de complacencia. —¿Quieres que lleve algo? —respondió con aire de anuencia. —No, hoy cocino yo —aventuré henchido de orgullo—. Voy a acostarme un rato, nos vemos a eso de las dos. —¿Cómo? —protestó—. ¿Me has levantado de la cama para dejarme ahora plantada? —Estoy hecho polvo, no he dormido casi nada esta noche —me justifiqué—. Luego, si quieres, podemos salir a tomar unas copas. —Está bien, está bien —aceptó a regañadientes. Tal vez, Vanesa no vio cumplidas sus expectativas. La freidora y los productos congelados conforman un tándem imprescindible en la alimentación de todo soltero independizado, aunque resulte ilusorio impresionar a ningún invitado con ellos. La Canija se contentó, eso sí, ingiriendo casi dos litros de cerveza helada. El café y los cubatas sirvieron de antesala a la película que nos disponíamos a ver, una comedia romántica cuyo nombre no recuerdo y que, por entonces, aún no se había estrenado en los cines. Vanesa, utilizando Emule V5.0, se descargó una versión pirateada desde Internet. El film tuvo que ser un auténtico tostón, ya que no logro recordar si quiera el argumento. Por este motivo, o debido a la excesiva ingesta de alcohol, al finalizar el DVD estábamos semiinconscientes, repantigados en el sofá. La programación de televisión desfilaba ante nuestras pupilas sin producir ningún estímulo. Al rato, un grupo de soeces personajes de la prensa del corazón poblaron la emisión. Se trataba de un programa más de cotilleo, de esos que inundan la parrilla televisiva actual, dedicados a la exaltación de individuos que saltan a la fama por narrar en público sus miserias íntimas. —Hoy día, cualquiera puede ser famoso —elucubré con displicencia. Pensaba que Vanesa dormía, pero la inmediatez de la respuesta me contradijo. —Es cierto —refrendó—, antes se decía que en la vida había que plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro. Ahora sería más correcto afirmar que para ser alguien tienes que aparecer en televisión. —Y que tu nombre se encuentre en Internet —añadí. Esas palabras provocaron que una luz se iluminara en mi intelecto, anulando las brumas etílicas que obstaculizaban el normal funcionamiento. Me incorporé de súbito, zarandeando a La Canija hasta lastimarla. —¡Me estás haciendo daño! —protestó—. ¿Estás loco? —No hemos consultado en los buscadores de Internet —alegué sin atender los reproches—. A lo mejor encontramos a algún descendiente de la familia de Fonfo. —O a la propia Ángela —añadió con escepticismo. —¿Por qué no? La vida es caprichosa —especulé—. Acaso ha hecho algo digno de mencionarse en Internet, o ha colaborado en algún programa de televisión, o puede que su nombre aparezca publicado en el Boletín Oficial del Estado, o en cualquier otro, por algún contencioso jurídico o cualquier otro motivo. En pocos minutos oteamos el resultado. Un resultado decepcionante, uno más de tantos. El mensaje no dejaba ninguna duda. «Su búsqueda (“Ángela Pulgarín") no produjo ningún documento. Sugerencia: Elimine las comillas de la búsqueda para obtener más resultados». —¿Qué has escrito? —inquirió Vanesa. —Ángela Pulgarín, entrecomillado para que busque el término exacto —aclaré. Con su capacidad congénita para escudriñar soluciones alternativas, e imbuida por un optimismo que no conoce límites, propuso: —Prueba con el operador booleano and. No daba crédito a lo que se mostró ante mis ojos: una web (www.nodo50.org/foroporlamemoria/desaparecidos/busquedas.php?tipo=3) de búsqueda de desaparecidos de la Guerra Civil. Por orden alfabético, en la letra P aparecía el resultado que tantos quebraderos de cabeza nos proporcionó, y que siempre estuvo ahí, esperando a que lo descubriéramos. Internet es una especie de zoco o rastrillo, donde se ubican las cosas más inopinadas. A veces es simple cuestión de suerte; otras de destreza para moverse por la red; las más, de caer en qué hay que buscar. Ése fue nuestro error: ni se nos pasó por la mente introducir en Google el apellido Pulgarín. La solución al enigma del paradero de Ángela lo aportaba su propia nieta. Éstas son sus palabras: «Ante todo, quiero agradecer la labor que realizan, rescatando del foso del olvido la memoria de miles de personas (jóvenes o mayores, civiles o militares, de un bando o de otro) que nunca debieron separarse de sus familias. Me gustaría averiguar cualquier dato sobre el hermano de mi abuela Ángela. Mi tío abuelo se pasó a las filas republicanas a comienzos de 1937, en la provincia de Córdoba. Desde entonces desconocemos su paradero. No existe certificado de defunción, ni ninguna otra prueba que justifique su fallecimiento. Mi abuela está muy mayor. Cualquier información, por pequeña que sea, será bienvenida… o quizás podríais indicarme adónde debo dirigirme para investigar sobre lo ocurrido. Mi tío abuelo se llamaba Ildefonso Pulgarín, natural de Peñarroya. Muchas gracias de antemano. Un saludo». Los párrafos alojados en aquella página web me dejaron consternado, noqueado por el berrinche que suponía no localizarlos antes. Actuamos igual que exploradores novatos, rastreando fuentes que no conducían a ningún sitio o, en el caso de la red, sin exprimirlas suficientemente. En verdad, no se trataba de una dilapidación, sino simple desorientación. A menudo, obviamos lo obvio, ya sea por olvido o porque imaginamos que la realidad no puede ser tan simple. La solución a todas las pesquisas realizadas se encontraba ahí, en el espacio virtual, latente, esperando a que antes o después escribiéramos (correctamente) los criterios de rastreo. Ahora lamentaba que la lucidez no brotara antes. Si los acontecimientos se hubieran desarrollado unas semanas antes, Fonfo habría podido abrazar a Ángela, o conversar con ella o, cuando menos, habría fallecido conociendo que su hermana sobrevivió al genocidio franquista, que lo recordaba, que no albergaba ningún tipo de rencor por abandonarla a su suerte. Me reitero en que el tiempo es el bien más preciado que poseemos. El instante no vivido de la forma que se desea es tiempo perdido, irrecuperable. Con la opción de copiar y pegar fusionamos en un único documento los correos enviados por Fonfo. Durante el proceso, advertí un progreso notorio en mi destreza con el manejo de las herramientas informáticas. En un santiamén, toda la información estaba compilada en un fichero de word, que adjuntamos al mensaje dirigido a la dirección que facilitaba aquella mujer. «Estimada señora, el texto anejo despejará gran parte de sus dudas. No me lo agradezca, soy yo quien está agradecido por haber tenido la suerte de conocer a su tío abuelo, a un miliciano del «Garcés». Un saludo». No lo envié inmediatamente, antes redacté otro e-mail para Eduardo. «Querido Eduardo, consulta la siguiente dirección web: www.nodo50.org/foroporlamemoria/desaparecidos/busquedas.php?tipo=3 Un fuerte abrazo». —¿Qué te parece? —pregunté la opinión de Vanesa, añadiendo—: ¿Lo dejamos así? —Yo lo veo bien —aprobó. Releí el texto de ambos mensajes de nuevo. Quedé satisfecho. Decían exactamente lo que pretendían decir. Ni más, ni menos. Sin más dilación, los envié a sus destinatarios. A continuación me di de baja en la cuenta de correo gratuito de Yahoo. La operación simbolizó el final de aquella historia (que cimbreó para siempre los cimientos que sustentaban mi conducta diaria), a la vez que significó el inicio de una nueva etapa vital. —¿Echamos un polvo para celebrarlo? —propuse con plena conciencia. —Vale.
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