La memoria y el olvido
Juan Francisco Escobedo (Profesor e investigador de la Universidad Iberoamericana) - El Universal, 26 de marzo de 2005
EN el verano de 1996, paseando por la bella y porteña ciudad de Santander, España, descubrí con estupor en una pequeña plaza una estatua ecuestre de Francisco Franco. La idea que entonces tenía de la transición española me había llevado a suponer que con la democratización habían desaparecido los vestigios monumentales y estéticos de la atroz dictadura, que cegó la vida de miles de españoles y obligó al exilio a otros tantos.
Los días y los años en ese país, me permitieron comprender que la transición democrática no hizo tabla rasa del pasado. Que precisamente, la desmemoria selectiva y un cierto cinismo de los actores políticos de la transición ante la magnitud de lo ocurrido, se convertirían en uno de los acuerdos no escritos más importantes de la coyuntura posfranquista, que luego serviría para prohijar los acuerdos políticos que allanarían el camino de las primeras elecciones democráticas de 1977.
El pasado se echó debajo de la alfombra y se minimizaron sus referencias materiales visibles. Los muertos se olvidaron y las estatuas del "inmorible", como entonces y con sigilo se le llamaba a Franco, se quedaron en las plazas públicas. España parecía tranquila y boyante en la doble vía que le representaba su modernización democrática y su acelerada inserción en Europa. Las calles se llenaron de "movida", pero las conciencias no pudieron sosegarse con el olvido acomodaticio del pasado. Porque siempre hay alguien que se olvida de olvidar. Y ese es hoy uno de los traumas más profundos de España, con toda su democracia y riqueza. El pasado no se ha ido ni se asentará en la historia, si se le pretende olvidar.
Todo lo anterior viene a cuento por dos acontecimientos recientes y concomitantes. La visita a México de Alfonso Guerra, ex vicepresidente del gobierno español en la época de Felipe González, y la demolición de algunas estatuas ecuestres de Francisco Franco. Ambos acontecimientos se enlazan con el insobornable problema de la memoria histórica que termina rebelándose a toda democracia que lo minimiza. Desde la llegada del Partido Socialista Obrero Español al poder en 1982, tuvieron que pasar 23 años para que las últimas estatuas ecuestres de Franco fuesen derribadas. No ha sido fácil ni tales decisiones han recibido aclamaciones unánimes. El denominado "franquismo sociológico" ha emergido para protestar ante las últimas batallas simbólicas, que ve perder.
Alfonso Guerra la ha recordado en su visita a México, en ocasión de la apertura de una exposición de carteles que expresan las posiciones ideológicas de los dos bandos en los que se escindió España con la Guerra Civil; que se presentan en el Centro Cultural de España asentado en un espléndidamente restaurado edificio del siglo XVII ubicado en el centro histórico de la ciudad de México.
La transición española ha recorrido poco más de un cuarto de siglo desde los primeros escarceos de Adolfo Suárez, y apenas empieza a encarar como sociedad madura los traumas de su pasado. El tema no es ocioso, se encuentra en la naturaleza intrínseca de la democracia.
Aunque no todos los nuevos actores políticos lo han asumido con prestancia y mirando hacia el futuro. Téngase presente el anacronismo de Mariano Rajoy, sucesor de José María Aznar en la presidencia del Partido Popular, cuando al rechazar el derribo de las estatuas de Franco, expresó que con ello el PSOE "traicionaba el espíritu de la transición". Esto significa que el espíritu de la transición española se tradujo en el olvido y arrinconamiento de su pasado franquista.
Tenemos en México una agenda muy cargada de capítulos históricos manipulados, negados o sesgados. La revisión de nuestra historia aún no llega a la agenda de los actores políticos. Nuestra democracia no puede soslayar por mucho tiempo la confrontación con su pasado. Pero no es con la "historia de bronce", como afirmara el historiador Luis González y González, como vamos a empezar a mirar con ojos adultos nuestro pasado soterrado, sino con perspectiva crítica, todavía insuficiente en el debate público.
En México, las élites políticas no han pactado ningún acuerdo de "punto final" como ocurrió en Argentina, ni han dejado del todo de lado los acontecimientos del pasado, para acometer los desafíos de la construcción democrática como ocurrió en España. Pero en cambio han optado por el desdén, incluso el cinismo, frente a la perturbadora carga histórica que alberga el pasado en sus fases más execrables y grises.
Recordemos con Milan Kundera que "la lucha del hombre contra el poder, es la lucha de la memoria contra el olvido". Ninguna sociedad puede alzarse por encima de su pasado, si pretende olvidarlo o maquillarlo. El pasado es indomable, cada generación lo necesita para proyectar su futuro, y al aproximarse a los múltiples pasados, lo llena de nuevos e inéditos significados. Todas las sociedades que se democratizan requieren hacer intrahistoria, como quería Unamuno.
La democracia y sus instituciones no pueden persistir en el tiempo si no acometen con decisión la exhumación de su pasado, por atroz y revulsivo que pueda ser.
Es una falsa salida moral la exculpación general del pasado y de las responsabilidades de sus protagonistas. Ese es el dilema en el que se encuentra España en los tiempos que corren. Ese es uno de los temas soslayados por la democracia de baja intensidad que se vive en México, y ante el que nos enfrentaremos inevitablemente en el futuro mediato.
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