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Cataluña y la educación sentimental
LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES - 'La Nueva España'. 10-02-2204


Juan Goytisolo acaba de publicar un artículo en «El País» con el mismo título del libro de Orwell, «Homenaje a Cataluña». Quien conozca la trayectoria literaria del autor de «Señas de identidad» (nacido en Barcelona en 1931, para más señas) sabe muy bien que no estamos ante un escritor a quien le pierda su debilidad por el nacionalismo catalán. Pero eso no impide que muestre su inquietud ante el creciente malestar que se produjo tras la filtración mediática de la entrevista de Carod-Rovira con dirigentes etarras, episodio sobre el que me pronuncié en este periódico y que sin duda fue un tremendo error por parte del líder de Esquerra.

Acaso la desafortunada actuación el líder catalanista esté sirviendo de pretexto para denigrar al nacionalismo catalán, y, aprovechando que Cataluña está al otro lado del Ebro, para darle una dentellada al republicanismo del que ERC hace bandera. Una vez más, dos al precio de uno. ¡Quién se acuerda de aquella confesión aznarina de hablar catalán en la intimidad!

En algún lugar acabo de leer que el domingo 1 de febrero, en un programa informativo de la TV catalana, se emitió un reportaje acerca de lo que se pensaba de Cataluña en el resto de España, y parece ser que la lluvia de topicazos fue torrencial. Los catalanes son avaros e insolidarios. No hay lugar para el matiz.

Nunca olvidaré que, en los inicios de aquellos días de pasión política desbordante, en diciembre de 1975, llegó a mis manos la primera novela de Eduardo Mendoza, «La verdad sobre el caso Savolta». La Barcelona del movimiento obrero, del poder y de la gloria, de bajos fondos y de fortunas emergentes, había encontrado un narrador extraordinario, dispuesto a dar cuenta de ella, con ácido sentido del humor y con un dominio envidiable de las técnicas narrativas. En 1983 Antoni Ribas estrenaba la película «¡Victoria!» Se trata de una trilogía para contar la épica y la lírica de aquella Barcelona levantisca de principios del siglo XX. En 1986, Mendoza reincide en la misma época con «La ciudad de los prodigios», novela que está entre las mejores de la segunda mitad del siglo XX, de la que Juan Benet llegó a escribir: «Con toda desvergüenza (y el descaro tal vez no sea quitarse una cara sino presentar la otra, ya se sabe cuál) declararé que 'La ciudad de los prodigios', de Eduardo Mendoza es una de las novelas que más me han complacido en los últimos años, tal vez decenios». Orwell, por su parte, con su «Homenaje a Cataluña» da vida a uno de sus grandes alegatos a favor de la libertad humana, y se muestra hechizado ante la Barcelona utópica que relata en su libro, espléndido y asombroso.

Pero Cataluña no sólo protagoniza la letra de la educación sentimental de los que teníamos 18 años cuando murió Franco, sino también la música. Canciones como «Paraules d'amor», de Serrat, como «L'Estaca» de Lluís Llach, estremecían los sueños de quienes queríamos ver más allá del túnel de aquel país mohoso. Y ahora llega el PP y manda parar. Ahora resulta que Bono e Ibarra se unen a la santa cruzada del españolismo aznarino que busca no se sabe qué quintaesencia en la Quintanilla de Onésimo de su conciencia azul. Mientras esto ocurre, rescatamos a Domingo Pajarito de Soto y lo acompañamos en su artesanal laboratorio de pasquines; recorremos con Orwell la Barcelona revolucionaria y utópica de la guerra civil; transitamos la Barcelona de posguerra que de manera tan magistral nos narró Juan Marsé. Y suena la música que habla de los sueños de poetas en la canción de Serrat, también de la «Estaca» a la que Llach invitaba a empujar. Esa Cataluña que nos sigue cautivando puede más, mucho más, que la ola de españolismo cañí que invade, ola que recuerda la tsunami fascistoide de la ofensiva contra Cataluña en la guerra civil, la inflamada retórica de Ernesto Giménez Caballero, sin olvidarnos -cómo no- de Serrano Súñer.

Vuelvo a recordar la maleta de Companys rescatada este otoño. Todos somos el Frederic flaubertiano llevando en nuestro zurrón libros y canciones, maletas indestructibles, como la de Companys, que cumplió su sueño despidiéndose del mundo con los pies en contacto con la tierra que más amaba. Es difícil concebir paradoja más estremecedora. Un sueño que se cumple con los pies en el suelo, al tiempo que la pesadilla de las balas que matan se hace real, con la macabra danza de la muerte como efecto final de la coreografía de los fusiles.

Walter Benjamin y Companys murieron en Cataluña. El uno, fugitivo de los nazis; el otro, capturado por ellos y puesto a disposición de sus verdugos y adversarios de guerra. También se habla de los papeles que llevaba el filósofo alemán en su maleta. La una y la otra, la del autor de los «Diarios secretos» y la de Companys, terminaron allí su andadura. Decir que esto encoge y sobrecoge es obvio. Contarlo y cantarlo resulta una obligación del sueño civilizado frente a la barbarie de la que ambos equipajes fueron testigos mudos. Y clamorosos.

Declarar amor a la voluntad de esta geografía es prueba de justicia poética, aquélla que rubricó Machado en sus últimos versos dedicados al cielo azul y al sol de la infancia, allá en Collioure, localidad tan cercana a Cataluña.

Al final de «La educación sentimental» de Flaubert, Frederic, buceando en sus continuos fracasos, sólo se siente redimido ante un amor que fue la pasión de su vida. Los ecos de nuestra impedimenta onírica hunden parte de sus raíces en esa tierra que engendró afanes de libertades, emancipaciones y utopías.

Unos cuantos parecen ignorar que linchando a Cataluña nos atacan a todos los que nos hemos nutrido del arsenal de sueños que parió esa tierra. Y ante eso reaccionamos, como diría Blas de Otero, con la paz y la palabra.