Cuadro de honor. Luis Arias Argüelles-Meres.
A Coruña Digital. 19/09/2003
Según el discurso mediático, lo más sobresaliente de la foto que se hicieron los notables de la política y las leyes con motivo del aperitivo de las efemérides constitucionales que viviremos fue la aparición, literal y literariamente pródiga, del presidente vasco. El que siempre está desafiando la intocable Carta Magna acepta fotografiarse con sus máximos valedores. Buena noticia habemus. Sabemos también que se avecinan grandes fastos para celebrar las bodas de plata constitucionales. El gran evento se producirá en diciembre, pero hay que ir preparándolo ya. Éstas no serán, como en los versos de Jorge Guillén, 'bodas tardías con la historia'. No, señor. Veinticinco años tampoco es nada, y menos en el océano milenario de la historia. Además, la Constitución fue amada a diario, tanto que hasta los más reticentes, entonces en las filas de AP, acabaron enamorándose de ella. ¡Cuánto amor!
Guante blanco, etiqueta, solemnidad. Todo ello será poco para homenajear a la gran obra de la santificada transición. La Carta Magna que se aprobó en diciembre del 78 permitió el período democrático más largo que vivió nuestra historia contemporánea. Una Constitución del consenso en la que intervinieron desde antiguos políticos azules hasta comunistas de toda la vida. La Constitución que garantiza el Estado de las autonomías, pero que al tiempo no resuelve definitivamente el problema de los nacionalismos. La Constitución que consagra la igualdad de derechos para el hombre y la mujer, pero que, sin embargo, no aplica esto a las cuestiones sucesorias en la Corona. La Constitución democrática que hace del republicanismo tabú, tras la maniobra cosmética que en su momento hizo el PSOE y que retiró ipso facto.
De la Constitución del 78 me llaman poderosamente la atención dos cosas. La primera es el ardor con que la aman los gobiernos de turno. Sólo ellos la respetan, la miman y le son fieles. El Gobierno de turno se atrinchera en la fidelidad constitucional y hace de ello refugio y, como se viene diciendo en los últimos días, argumentario. La segunda es que nadie quiere recordar el contexto en que fue elaborada. Eran los febriles años de la transición, y, salvo para algunos incautos y bisoños, que enseguida empezaron a dejar de serlo, lo intocable por excelencia era la monarquía. Lo dejaron muy claro entonces los llamados poderes fácticos. Y ahora, 25 años después, el republicanismo sigue siendo algo casi tabú. Pero el republicanismo no sólo quedó orillado por lo que acabo de decir, sino también por el discurso constitucionalista. Claro, lo que el republicanismo español significaba: federalismo, laicismo y política social avanzada, era en apariencia recogido en el discurso constitucional. Los partidos que más apostaron en su momento por la Carta Magna, UCD, PSOE Y PCE, aceptaban un Estado de las Autonomías próximo al federalismo, no se manifestaban abiertamente por el Estado confesional y, entre los derechos de los españoles, estaba el bienestar económico y un nivel de vida digno. Así las cosas, ¿qué espacio político le quedaba al republicanismo si la Constitución monárquica asumía sobre el papel parte importante de su legado y consagraba en materia de libertades y de política social un mundo en el que el mismísimo doctor Pangloos certificaría el mejor de los posibles? Luego llegaría la rebaja que siempre trae la cocción. Y ahora el PP apadrina a aquella novia que en su momento vieron casquivana y siente adoración por ella.
Si uno de los grandes éxitos de esta Constitución es que, en consonancia con su voluntad democrática, deja sitio para todos, el Republicanismo debe dejar de ser la Virginia Wolf de la actual democracia española, que es lo que vino siendo desde el inicio de la transición a esta parte. Nada tiene de antidemocrático recordar que algunos no hacemos nuestra una bandera que difiere de la anterior muy poco, y a la que seguimos identificando con el Todo por la Patria. Nada tiene de antidemocrático que enarbolemos la tricolor. Y que nos sintamos herederos de un discurso, el republicanismo, que de verdad apostó por la modernización de España y por los planos de ruptura de los que habla el profesor Jover Zamora cuando se refiere a la Primera República de 1873. Nada tiene de antidemocrático que algunos sigamos convencidos de que en la transición no se rompió con el franquismo, sino que se aplicó una reforma que, en principio, en aquella dialéctica de reforma/ ruptura los partidos de izquierda rechazaban. Nada tiene de antidemocrático que recordemos que el actual monarca fue nombrado por Franco y que la Corona como tal nunca pasó el Rubicón democrático de un Referéndum.
A los 25 años de los fastos, hay en España ciudadanos demócratas que se sienten republicanos y que no hacen suya esta Constitución. No estamos los republicanos en ese cuadro de honor. Pero somos demócratas de forma irrenunciable, acaso porque nuestro republicanismo nos aleja de renuncios y de renuncias, tan frecuentes desde el inicio de la transición hasta nuestros días.
Cuando se celebren las bodas de plata, no iremos a las barricadas. Seguiremos en nuestro lugar. Y no estaremos del lado de la ausencia, sino que nos inclinaremos hacia ese lugar donde habita la memoria de un republicanismo y de unos republicanos condenados al ostracismo. Nuestras bodas tardías con la historia no se celebraron aún. Y en nuestro cuadro de honor está el marco del exilio, de la persecución y del olvido, al que tanto queremos y atesoramos con la vista puesta en el futuro. Un futuro que se llama Tercera República.
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