La maleta de Companys
LUIS ARIAS ARGÜELLES-MERES - 26/11/2003
Cuenta con maestría Ridao en su libro más reciente la última peripecia vital de Walter Benjamin en Port Bou, allá en 1940, cuando el escritor y pensador alemán huía del nazismo. Se dice que el autor de los «Diarios secretos» llevaba una especie de segunda piel acompañándole, es decir, textos, como él, fugitivos, salidos de su pluma. Cuando Roland Barthes se ocupó de la literatura autobiográfica, estableció un canon muy atractivo acerca de los ingredientes que debe contener un diario íntimo: lo poético, lo histórico, lo utópico y lo amoroso. Eso había en los textos del intelectual berlinés. Antes, en los «Diarios» de Amiel, que tanto poso dejaron en nuestros escritores noventayochistas. Y acaso semejantes dispositivos se encuentren también, aunque de forma sui géneris, en el contenido de la maleta del que fue presidente de la Generalitat en tiempos tan duros. Ahora la localidad ilerdense de Tarrós recupera la maleta de su hijo más ilustre, de Companys, que contiene documentos del político catalán entregado por la Gestapo al invicto caudillo, a quien, entre palio y palio, no le tembló el pulso para una de sus muchas decisiones irreversibles. De lo poético, de lo utópico y de lo amoroso da buena cuenta su sueño político. Hablar del valor histórico en ese caso sería pleonasmo.
Las maletas y los baúles que ahora descansan en sótanos y desvanes fueron en su momento alas de un vuelo, testigos de un sueño cumplido, confidentes de aventuras y desventuras y, sobre todo, guardianes de tantos y tantos secretos que jamás llegaron a desvelarse, acompañantes de referencia en la soledad de una estación, de un aeropuerto, señas de identidad propias en tierra de nadie como habitaciones de hotel. Continuidad de lo que fuimos a la que, en situaciones límite, nos aferramos con desesperación. Y, en el caso que nos ocupa, vienen a ser el muñón de una ausencia involuntaria, el mejor ejemplo de la lealtad a un recuerdo. Este país tan dado a necrofilias, a santificar, también desde el discurso laico, a los muertos, carece, a mi juicio, de la sensibilidad suficiente para saber apreciar el significado de determinados objetos donde habita el alma de quien los transportó. Son faros en puerto fantasma donde no reaparecerán jamás los barcos a quienes tenía como misión orientar.
La maleta de Companys. Sus documentos. Anunció Machado que se iría de la vida ligero de equipaje. Y aquí nos encontramos con el equipaje que formó parte del sueño de un pueblo, el catalán, a cuyo frente se puso en un momento de la historia. Ignoro cuál es el contenido concreto de esos documentos que se encontraban en la maleta del líder catalán. En cualquier caso, convendría preguntarse hasta qué punto, aún al día de hoy, no están poniendo a muchos en evidencia. Cuando escribo estas líneas, aún siguen siendo una incógnita los resultados de las elecciones catalanas, y me gustaría saber hasta qué extremo el recuerdo de Companys es para muchos algo más que una cuestión meramente cosmética. Lo cierto es que el líder catalán, que terminó sus días de una forma tan malograda como injusta, fue un ejemplo de amor a su tierra, a la que consagró su vida. Es de esos personajes que dignifican la política, frente al desprestigio y la erosión constantes que a tan noble cometido están sometiendo las últimas décadas en todo el mundo mundial.
A quienes nos gusta el contacto directo con viejos objetos, con papeles salpicados de la humedad de los años, que huelen a rancio, y no siempre a caduco, nos viene a suceder algo muy similar a la más estremecedora desiderata de Unamuno; es decir, que algo muy vivo -y en ocasiones muy vívido- nos acomete. Por eso, desconociendo el detalle de lo que figura en esos documentos, me atrevo a apostar que no son ni inocentes, ni inofensivos. Han conseguido sobrevivir a pesar de la delación, de la entrega al enemigo y de la muerte. Son una vez más testigos de una historia que con tanto interés se nos quiso hurtar. Y, como otras tantas y tantas cosas, acaban emergiendo.
Se me ocurre pensar en la sobriedad, casi desnuda, del escenario en que dialogan los personajes del drama de Azaña, «La velada en Benicarló», texto que el propio autor subtitula «Diálogo sobre la guerra de España». En ese escenario, paradójicamente invisible, el lector percibe la mudez de unos equipajes que, cansados de rodar, reposan como ausentes. Son, de seguro, muy similares a esta maleta de Companys que acaba de viajar a la localidad natal del líder catalán en la provincia de Lleida.
Tengo para mí que, como diría Unamuno, la maleta de la que hablamos no busca la paz, sino que pretende agitar la conciencia colectiva con la vista puesta en eso que seguimos queriendo llamar Historia, de cuyos nombres más insignes queremos y debemos acordarnos.
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