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Memorias del preso 15.919 - Un superviviente asturiano de Mauthausen relata su reclusión en el temido campo de exterminio nazi
La Nueva España - 02/02/2004

http://www.lne.es/secciones/cuencas/noticia.jsp?pIdNoticia=135335&pIdSeccion=38


Langreo,

Miguel Á. GUTIÉRREZ

«Bienvenidos a Mauthausen. Entráis por la puerta, pero saldréis por esa chimenea». Un rudo oficial de las SS señala el humo que sale de los crematorios del campo de exterminio nazi mientras recibe al nuevo grupo de prisioneros. Entre ellos hay un niño asturiano de 14 años, hijo de «rojos» y huérfano de la guerra civil española. Responde al nombre de José Manuel García Peruyera, pero cuando atraviesa la alambrada pierde su identidad y pasa a convertirse en el preso número 15.919. Una marca de cinco dígitos en el antebrazo de Peruyera, semiborrada en la actualidad, atestigua que el horror que vivió durante dos años no fue una pesadilla. Por fortuna, logró salir con vida de allí. Otras 150.000 personas no pueden decir lo mismo.

Cada amanecer en Mauthausen era un día en el infierno. Peruyera recuerda sobrecogido la impresión que le causaban los pasos de sus carceleros. «Las botas de los nazis resonaban como truenos en la madera de los barracones», rememora. El trabajo del prisionero asturiano consistía empaquetar sacos con cabello humano y hacer labores domésticas para los oficiales al mando: «Un día tuve que limpiarle las botas a Zuriesky, uno de los jefes del campo. No quedaron tan brillantes como él quería y me rompió la nariz con la empuñadura de una fusta».

Otros dolorosos quehaceres eran retirar las pertenencias a los prisioneros judíos cuando llegaban a Mauthausen. «Muchos llevaban sus cosas de valor escondidas entre las ropas. Otros se tragaban las joyas al llegar, pero los nazis les hacían beber aguarrás para que las vomitasen», relata Peruyera.

Al preso asturiano también le tocó cargar los macabros carros que trasladaban los cadáveres de las cámaras de gas a los crematorios. «Había pavor a que te quemasen vivo, aunque mucha gente murió de hambre y frío, con temperaturas que estaban por debajo de los diez grados centígrados. Cada cuatro o cinco críos compartíamos una misma manta, pero muchas mañanas te despertaban con alguno muerto en tus manos; aquello era lo que más me impresionaba».

Peruyera -que esta semana participó en los actos organizados en las Cuencas para conmemorar el día de la Paz- llegó a Mauthausen en 1943, pero su desgracia se inició siete años antes. Un mes después de estallar la guerra civil, una bomba acabó con toda su familia en Oviedo. Huérfano, se exilió con otros niños a Francia y vivió algún tiempo en un orfanato de Colliure. Años después, cuando Hitler rompió el frente occidental, Francia capituló y los exiliados de la República fueron confinados en campos de reclusión, Peruyera fue conducido entonces a Düsseldorf, donde trabajó como niño esclavo de la Krupp, cosiendo uniformes y rellenando con pólvora la munición de las ametralladoras. «Metíamos mensajes de auxilio en los dobladillos de las guerreras para que alguien viniese a rescatarnos», rememora.

El siguiente paso fue Mauthausen. Peruyera sólo tiene recuerdos de lo que ocurrió durante los primeros meses. Después, todo se funde en una nebulosa. «Hubo un tiempo en que estuve muerto en vida, del que soy incapaz de recordar nada, ni siquiera del día en que acabó todo». Ese día fue el 5 de mayo de 1945, cuando soldados norteamericanos liberaron el campo.

Peruyera ha olvidado momentos puntuales, pero el horror ha quedado marcado en su memoria. «Se vivieron verdaderas atrocidades, pero lo que pasó debe saberse para que no vuelva a repetirse. Es necesario», concluye.