Lise London, con un vestido
negro
65º aniversario de la Batalla del Ebro
www.lainsignia.org - 14 de julio del 2003
Higinio Polo
La Insignia. España, julio del 2003.
Para Andreu Llabina
En este verano de fuego, la semana pasada, se conmemoraba
en Corbera d'Ebre, en el sur de Cataluña, el 65 aniversario
de la Batalla del Ebro, que fue el enfrentamiento más
mortífero y feroz de toda la guerra civil española.
Allí, en Corbera, mirando de nuevo las calles que les
vieron pasar en su juventud, estaban los veteranos de la Connoly
Column, 15 Brigada Internacional, los estadounidenses de la
Brigada Abraham Lincoln, los franceses de la Marsellesa; los
italianos de la Brigada Garibaldi, con su enseña, que
indicaba: "Per la libertà dei Popoli", "ara
e sempre", y con la imagen de Giuseppe Garibaldi bordada
en una bandera italiana unida a un mástil que terminaba
en una estrella de cinco puntas. También estaban los
voluntarios de otros países, aunque no todos: muchos
no pudieron viajar a España por falta de recursos,
sobre todo los polacos, los húngaros, los rusos, prisioneros
ahora de la revancha capitalista en sus países.
También estaban los veteranos alemanes,
con la bandera de los internacionalistas que habían
luchado contra Hitler y que, hace 65 años, lo hacían
contra el fascismo español. Prendidos en el pecho,
los internacionalistas, como se les llamaba entonces, mostraban
sus nombres con orgullo. Vi a muchos: a George Sossenko, de
Atlanta, Estados Unidos; a Pierre René Landrieux, que
llevaba prendida con honor una condecoración de la
República española, y a Theo Francos, un francés
de padres españoles; y a gente del país, como
Lola González, una viejecita española, que recordaba
los días clandestinos en que tuvo en su casa a Gregorio
López Raimundo, el secretario general de los comunistas
del PSUC; y a tantos otros.
En uno de los actos del día 5 de julio,
los centenares de asistentes iniciamos la subida hacia el
viejo pueblo de Corbera, que todavía está en
ruinas desde los días de la guerra civil, y que está
situado en la ladera de una montaña, encima del actual
casco urbano. En el ascenso, bajo el calor de julio, vi en
una puerta arruinada, casi borradas, pero vivas, las siglas
de la CNT, mientras los voluntarios de la guerra miraban también
las paredes, intentando recordar. Encima, en la plaza ante
la iglesia que sigue dominando Corbera, vi cómo ondeaban
las banderas rojas y las tricolores de la digna república
española, mientras sonaban canciones que todos los
asistentes sabían, como Ay, Carmela. El campanario
de la iglesia, dañado por las bombas y por la metralla
fascista, seguía enseñando las heridas de la
guerra civil, y, en la espadaña, sobre la fachada,
como si fuera un sueño postergado, se acumulaba la
emoción de los viejos camaradas, recordando los días
en que enfrentaban con su fraternidad de hombres libres a
la noche de la muerte a que el fascismo condenaba a España.
La iglesia de Sant Pere, de Corbera, está
destruida desde entonces, desde 1938, sin techo, con las vigas
y las puertas tiradas en el suelo, aunque el municipio procura
conservar el recinto limpio, a salvo de la desidia, de la
destrucción y del olvido. Vi heridas de metralla en
las paredes y estuve espiando los graffitis entre las grietas,
los fragmentos escondidos, escritos en el idioma germinal
de los resistentes, como si buscara las huellas de los mismos
voluntarios de la libertad que estaban en ese momento fuera,
en la plaza. En una pared, descubrí una palabra, escrita
raspando el yeso: Bulgaria, y sé que no puede ser casual.
Esta zona, en la que en ese momento sonaban otra vez las canciones
de la guerra de España, fue frente de guerra: en agosto
de 1938, Corbera fue la avanzadilla del frente republicano,
y los fascistas de Franco la bombardearon sin piedad. El 3
de septiembre de 1938 se rompió el frente y casi todo
el pueblo quedó destruido, aunque después, en
la larga y siniestra posguerra franquista, sería reconstruido
más abajo. Las ruinas abandonadas son ahora un símbolo
de la lucha por la libertad: aquí resistieron estos
hombres, hasta el final.
Al salir de la iglesia, percibí un silencio
extraño, otro momento de emoción, surgido de
una palabra o de un recuerdo, instante que fue roto por el
grito que lanzó alguien a mi lado: ¡viva la república!,
y que todos acompañaron. A la izquierda de la iglesia,
al otro lado de las vegas, se veían las sierras de
Pàndols y Cavalls, que fueron tomadas por los soldados
republicanos en los primeros días de la ofensiva del
Ebro, y donde esos soldados y los voluntarios de la república
resistieron después durante tantos días y semanas,
bajo un diluvio de plomo, la acometida de los bombardeos fascistas,
en una lucha desigual. Vi a más de uno de los internacionalistas
que miraba a lo lejos, hacia las sierras donde combatieron,
a veces en silencio, a veces explicando un detalle o un episodio.
Habían pasado 65 años, pero ellos estaban allí
otra vez.
Después, se oyeron las palabras grabadas
de la dirigente comunista Dolores Ibárruri, la Pasionaria,
que pronunció en Barcelona, en la despedida triste
a las Brigadas Internacionales, en actos en los que estaban
el presidente Negrín, el general Rojo, Hernández
Sarabia, Cordón, Modesto, Tagüeña, Líster
y Luigi Gallo, el escritor y comandante Ludwig Renn, Chapaief,
jefe del Batallón Rokosi; el comandante Otto Flalter
y el comandante Reiner, Ossorio y Tafall, y el teniente coronel
Hans, que habló entonces en nombre de los brigadistas,
y tantos otros. Mientras yo pensaba que muchos de los que
en ese momento estaban escuchando las frases de Dolores Ibárruri,
sesenta y cinco años antes, en 1938, habían
oído ya las palabras de la Pasionaria, descubrí
que allí estaba Lise London, con un vestido negro,
y sonreía, envuelta en la madeja del tiempo, en la
misma roja primavera que dio título a sus memorias:
Lise esperaba para dirigir la palabra a los congregados, sabiendo
que no estábamos haciendo un gesto de nostalgia, sino
de apuesta por el futuro. Lise London, voluntaria ella misma
con las Brigadas Internacionales cuando era una muchachita,
hablaba ahora: queridos amigos, queridos camaradas, dice,
y habla con fuerza y con pasión, como si no tuviera
86 años. Cita a su marido, Artur London, y recuerda
que él estuvo en el campo de Mauthausen, como tantos
miles de republicanos españoles, la mayoría
de los cuales morirían allí, víctimas
del nazismo.
Seguro que los recuerdos se le agolpaban en
la memoria: Lise London, que sigue siendo comunista, citaba
a su marido, que fue perseguido por el estalinismo y que,
sin embargo, siguió manteniendo su militancia comunista
hasta el fin de sus días. La propia Lise London, nos
ha dejado escrita en sus memorias, que todos los jóvenes
deberían leer, la razón de su prolongado esfuerzo
por conseguir la libertad y la dignidad humana: "En La
confesión, Gérard (Artur London) había
descrito las facetas más sombrías de la historia
del comunismo en el siglo XX. Pero también habíamos
pensado contar las otras, luminosas, que habían deslumbrado
y arrastrado a nuestra generación." Por eso las
escribió, y por eso hablaba ahora Lise, recordando
a los voluntarios de las Brigadas Internacionales, insistiendo
en la necesidad de continuar con el esfuerzo colectivo por
cambiar un sistema miserable, por acabar con un capitalismo
de gangrena que sigue pisoteando la libertad y la razón
y sembrando la muerte, como ahora mismo en Iraq o en Afganistán.
Casi parecía mentira, Lise London hablando
a los hombres de las Brigadas Internacionales, defendiendo
las mismas ideas que abrazó en su juventud: mientras
la oía, yo creía escuchar el eco persistente
de la sonrisa de los milicianos de 1936, las historias aún
sin desvelar del éxodo y la derrota, el canto de la
Internacional y las canciones anarquistas, creía escuchar
las voces de la república, las notas sencillas del
himno de Riego que se derramaban desde un lugar oculto, porque
todos los que estábamos allí sabíamos,
sabemos, que la digna república española está
en alguna parte y volverá. Con la misma fuerza de su
juventud, con la misma sonrisa con que la vemos en una fotografía
de 1937, en un balcón de Valencia, al salir del hospital,
Lise London, estaba allí ahora, con un vestido negro,
como en los días de los partisanos franceses con los
que compartió los años oscuros del nazismo.
Lise London hablaba, y los hombres de las Brigadas Internacionales,
los voluntarios de la libertad de la guerra de España,
asentían a sus palabras, sabiendo todo lo que resta
por hacer.
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